I
Supe que me esperaban las cadenas
para encarcelarme en la estancia del silencio,
la honda huella del frío que tiene la soledad,
los túneles y túneles del miedo,
el empuñar mi nombre sin bandera,
la espera, el trabajo, la paciencia,
el tálamo vacío,
el costado herido de nostalgia.
Porque el amor es duro,
es tierno y duro.
Sin embargo,
hombre de todos mis días desde siempre,
te amé, te he amado sin tenerte jamás,
siempre en silencio.
II
Yo fui, quizá, la espuma de mirada limpia
que nunca abandonó tu costa.
Tenía la distancia un color de tristeza.
Fui la ternura joven
para quien nunca envejeció tu imagen;
de ti me hablaban el sol, la lluvia,
las praderas corriendo en el camino
en dirección contraria
al ómnibus que me volvía a casa.
Siempre esperaba verte al dar vuelta a una esquina,
en un café, al azar,
y estabas tan cerca de mi mano,
acá, en el yo más íntimo del ser.
III
Te están llorando los tuyos,
los de tu sangre;
te llora el entrañable amigo
y este dolor en mí que no descansa.
Acaso habrá, me digo,
otro paisaje que no sea la sal
de estos caminos.
Cuesta abajo
como una gota de lumbre
va resbalando el duelo.
Moribundo, sediento, consumido en sí mismo,
el corazón te busca.
IV
Contigo hubiera querido compartir cosas tan simples
como atarte las cintas de un zapato,
remendar el talón de un calcetín;
tostar castañas
echada al pie de tu sillón de cuero
en las veladas de invierno,
en que leías junto al fuego.
Hacer el nudo a tu corbata,
aderezarte un puchero apetitoso,
acomodarte un almohadón,
escuchar ese rasgar de tu pluma
navegando en el mar enervante
de la alta belleza.
Y sobre todo,
salvarte del terror del cuarto oscuro
cuando sentiste caer sobre el pasto dulce de tus ojos
la noche,
esa noche final que deshace de llanto
mi garganta.
V
Estos vientos de marzo y febrero,
¡ay, estos vientos!,
estos vientos espesos de vida que fecundan
el vientre de la primavera,
me han traído noticias
que derrumbaron con seco trueno
los muros de mi vida.
VI
Se me desnuda el alma tercamente
y no puedo evitar que ahí te vean
pulcro y entero en alta mar,
bogando siempre mar adentro,
sí, mar adentro en mi pecho.
VII
Para mí no te alcanza ni te daña
el estrépito mustio de la muerte.
Estás como una espiga en ascuas,
como cuando se despliega un mar dorado,
tú, sin tiempo,
vivo y resplandeciente.
VIII
Entre nuestras dos vidas
la anchura del espacio,
algo que nos apartó ciegos e impedidos;
algo que nos empujó
a recoger la vida en pedazos,
a hurtadillas, como dos niños robando manzanas
en el huerto vecino,
siempre con el aliento suspenso y encogido.
IX
De nuevo hoy nos hemos encontrado
en otra dimensión.
Algo, un crujido,
una pisada que se avecina
y emprendemos el vuelo.
X
Amábamos el cristal lila
que florecía en las jacarandas,
la sazón encendida del otoño,
el talle de luz mojada
con que asomaba algún día de lluvia.
Amábamos a Tchaikovski y a Vivaldi;
al septiembre azul de Milosz, a Proust y a Rilke.
Venerados días antiguos...
Días de vida clara
en que se sentaba la provincia en el patio de mi casa
a encastillae la aurora.
Cómo se agolpa su albura
al cristal de mi ventana.
Siento un misterioso idioma
crecer dentro de mí,
un rumor de vientos melancólicos
que desmelenan la memoria y me iluminan.
XI
Nos dolía despedirnos.
Europa fue un dolor hasta los nervios;
hacia falta tu bordón de sol
junto a mis pasos.
Lo recuerdo...
Suiza tenía ese resplandor diáfano y puro
con que despiertan los ojos de los ángeles,
al amanecer.
Sobre las montañas enraizaban los pinares
una vejez azul
sombreada y fresca
y las colinas en flor mecían su color silvestre
de apacible humildad.
Te busqué siempre
entre las transparentes lejanías.
XII
Sobre la memoria como sobre un campo de mies
duermen meciéndose las tardes;
tardes en que veíamos caer el crepúsculo
hasta el filo justo de la noche.
Tardes cargadas de cristal tranquilo
en donde hoy, a menudo se guarecen
los años azotados por el látigo
de un clamor general:
el hambre empujándose en todas las esquinas;
los tigres del miedo de la humanidad
escondiéndose en la boca del sexo,
consumidos hasta el fondo en sus excesos;
sacudiendo el nervio del mundo,
pudriendo ávido sus frutos.
Y la violencia apostada en todos los rincones,
en acecho del minuto oportuno.
Es entonces
cuando yo vuelvo de vez en vez
a respirar un poco
de aquellas tardes hechas luz
donde habitaban el amor y la prudencia.
XIII
Para nosotros fue siempre época de veda,
atendimos al principio elemental:
no lastimar al prójimo;
nos ovillamos en la crisálida de un sueño
a la orilla del mundo.
desterrados en ese confín lejano
brindamos por la abstinencia,
por un encuentro furtivo de miradas,
por la discreta ansiedad,
por todo lo que no poseímos siendo nuestro.
XIV
Muchos años huí.
Sin ti no quise nada;
lo que grabé en la cinta de mi vida
fueron máscaras
y me marché al azar
con los días saqueados
y un invencible llanto.
XV
Tenía tu voz ese toque profundo
de la expresión iluminada
que descubre el significado oculto de las cosas;
ágil y limpia tu palabra
tan pronto era agua que arde,
o viento tierno, transparente.
Ni tu silencio,
largo silencio inexplicable,
pudo menguar el esplendor del verso
grabado ya en esa línea recta de infinito
que apunta sólo en el amanecer,
donde se hospeda el tiempo
de los que nunca mueren.
XVI
No existe el tiempo,
no la distancia,
no la muerte;
existe la vibración,
el movimiento,
el incesante cambio:
ser, dejar de ser para volver a ser.
Un segundo trae ya la carga de su muerte
y el embrión de su vida.
La yerba que pisamos,
aquel sofá de mimbre,
tu explicación de Bergson,
la dulce calma,
todo tiene esa dimensión remota
de una isla escondida
en el centro mismo del devenir
para evadir la muerte
y ser pura vibración, puro presente.
* Tomado de Canción de Moisés, Ediciones Papel de Envolver, Colección Luna Hiena, Universidad Veracruzana, 1984
Supe que me esperaban las cadenas
para encarcelarme en la estancia del silencio,
la honda huella del frío que tiene la soledad,
los túneles y túneles del miedo,
el empuñar mi nombre sin bandera,
la espera, el trabajo, la paciencia,
el tálamo vacío,
el costado herido de nostalgia.
Porque el amor es duro,
es tierno y duro.
Sin embargo,
hombre de todos mis días desde siempre,
te amé, te he amado sin tenerte jamás,
siempre en silencio.
II
Yo fui, quizá, la espuma de mirada limpia
que nunca abandonó tu costa.
Tenía la distancia un color de tristeza.
Fui la ternura joven
para quien nunca envejeció tu imagen;
de ti me hablaban el sol, la lluvia,
las praderas corriendo en el camino
en dirección contraria
al ómnibus que me volvía a casa.
Siempre esperaba verte al dar vuelta a una esquina,
en un café, al azar,
y estabas tan cerca de mi mano,
acá, en el yo más íntimo del ser.
III
Te están llorando los tuyos,
los de tu sangre;
te llora el entrañable amigo
y este dolor en mí que no descansa.
Acaso habrá, me digo,
otro paisaje que no sea la sal
de estos caminos.
Cuesta abajo
como una gota de lumbre
va resbalando el duelo.
Moribundo, sediento, consumido en sí mismo,
el corazón te busca.
IV
Contigo hubiera querido compartir cosas tan simples
como atarte las cintas de un zapato,
remendar el talón de un calcetín;
tostar castañas
echada al pie de tu sillón de cuero
en las veladas de invierno,
en que leías junto al fuego.
Hacer el nudo a tu corbata,
aderezarte un puchero apetitoso,
acomodarte un almohadón,
escuchar ese rasgar de tu pluma
navegando en el mar enervante
de la alta belleza.
Y sobre todo,
salvarte del terror del cuarto oscuro
cuando sentiste caer sobre el pasto dulce de tus ojos
la noche,
esa noche final que deshace de llanto
mi garganta.
V
Estos vientos de marzo y febrero,
¡ay, estos vientos!,
estos vientos espesos de vida que fecundan
el vientre de la primavera,
me han traído noticias
que derrumbaron con seco trueno
los muros de mi vida.
VI
Se me desnuda el alma tercamente
y no puedo evitar que ahí te vean
pulcro y entero en alta mar,
bogando siempre mar adentro,
sí, mar adentro en mi pecho.
VII
Para mí no te alcanza ni te daña
el estrépito mustio de la muerte.
Estás como una espiga en ascuas,
como cuando se despliega un mar dorado,
tú, sin tiempo,
vivo y resplandeciente.
VIII
Entre nuestras dos vidas
la anchura del espacio,
algo que nos apartó ciegos e impedidos;
algo que nos empujó
a recoger la vida en pedazos,
a hurtadillas, como dos niños robando manzanas
en el huerto vecino,
siempre con el aliento suspenso y encogido.
IX
De nuevo hoy nos hemos encontrado
en otra dimensión.
Algo, un crujido,
una pisada que se avecina
y emprendemos el vuelo.
X
Amábamos el cristal lila
que florecía en las jacarandas,
la sazón encendida del otoño,
el talle de luz mojada
con que asomaba algún día de lluvia.
Amábamos a Tchaikovski y a Vivaldi;
al septiembre azul de Milosz, a Proust y a Rilke.
Venerados días antiguos...
Días de vida clara
en que se sentaba la provincia en el patio de mi casa
a encastillae la aurora.
Cómo se agolpa su albura
al cristal de mi ventana.
Siento un misterioso idioma
crecer dentro de mí,
un rumor de vientos melancólicos
que desmelenan la memoria y me iluminan.
XI
Nos dolía despedirnos.
Europa fue un dolor hasta los nervios;
hacia falta tu bordón de sol
junto a mis pasos.
Lo recuerdo...
Suiza tenía ese resplandor diáfano y puro
con que despiertan los ojos de los ángeles,
al amanecer.
Sobre las montañas enraizaban los pinares
una vejez azul
sombreada y fresca
y las colinas en flor mecían su color silvestre
de apacible humildad.
Te busqué siempre
entre las transparentes lejanías.
XII
Sobre la memoria como sobre un campo de mies
duermen meciéndose las tardes;
tardes en que veíamos caer el crepúsculo
hasta el filo justo de la noche.
Tardes cargadas de cristal tranquilo
en donde hoy, a menudo se guarecen
los años azotados por el látigo
de un clamor general:
el hambre empujándose en todas las esquinas;
los tigres del miedo de la humanidad
escondiéndose en la boca del sexo,
consumidos hasta el fondo en sus excesos;
sacudiendo el nervio del mundo,
pudriendo ávido sus frutos.
Y la violencia apostada en todos los rincones,
en acecho del minuto oportuno.
Es entonces
cuando yo vuelvo de vez en vez
a respirar un poco
de aquellas tardes hechas luz
donde habitaban el amor y la prudencia.
XIII
Para nosotros fue siempre época de veda,
atendimos al principio elemental:
no lastimar al prójimo;
nos ovillamos en la crisálida de un sueño
a la orilla del mundo.
desterrados en ese confín lejano
brindamos por la abstinencia,
por un encuentro furtivo de miradas,
por la discreta ansiedad,
por todo lo que no poseímos siendo nuestro.
XIV
Muchos años huí.
Sin ti no quise nada;
lo que grabé en la cinta de mi vida
fueron máscaras
y me marché al azar
con los días saqueados
y un invencible llanto.
XV
Tenía tu voz ese toque profundo
de la expresión iluminada
que descubre el significado oculto de las cosas;
ágil y limpia tu palabra
tan pronto era agua que arde,
o viento tierno, transparente.
Ni tu silencio,
largo silencio inexplicable,
pudo menguar el esplendor del verso
grabado ya en esa línea recta de infinito
que apunta sólo en el amanecer,
donde se hospeda el tiempo
de los que nunca mueren.
XVI
No existe el tiempo,
no la distancia,
no la muerte;
existe la vibración,
el movimiento,
el incesante cambio:
ser, dejar de ser para volver a ser.
Un segundo trae ya la carga de su muerte
y el embrión de su vida.
La yerba que pisamos,
aquel sofá de mimbre,
tu explicación de Bergson,
la dulce calma,
todo tiene esa dimensión remota
de una isla escondida
en el centro mismo del devenir
para evadir la muerte
y ser pura vibración, puro presente.
* Tomado de Canción de Moisés, Ediciones Papel de Envolver, Colección Luna Hiena, Universidad Veracruzana, 1984
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