Qué más quisiera yo que amarte igual que se pronuncia qué horas son y se responde son las ocho. Amarte con la naturalidad del que se arroja de un sexto piso y del que pide el periódico en la esquina. Decirte - qué más quisiera - tengo mis labios vacantes de tus labios y mis manos huérfanas de tus senos. No quepo en mis zapatos de tan solo ni me peinan veinte peines de tan triste. Los discos viejos me socorren, de tan menesteroso que parezco, y lanzo mis tristes redes a mis pensamientos oceánicos.
Qué más quisiera yo que tú estuvieras para no ponerme siniestro.
Pero alguien se bebió mi corazón a cubetadas. Alguien que se debe estar muriendo de la risa todas las tardes a las cuatro, se llevó mis caricias por costales, me quitó hueso por hueso, ronda la almohada y la moja. Todo se lo llevó: calzones, calcetines, sueños y fantasmas, la basura del alma y hasta el palo de la escoba. No me dejó ni cambio para el metro.
Si tú me quieres, ven, dame la mano, siente mi corazón contra tu pecho y no me digas nada por un rato. Oye mi disco fatal de John Lee Hooker. Bésame locamente hasta sangrar. Sácame lo que puedas y vete sin volver la cabeza.
Conoces una parte de la historia y la otra parte jamás te la diré: no tiene caso remover la herida.
Si así me quieres, ¡albricias!, llega en silencio y vete cuando quieras. Algo te puedo dar de vez en cuando.
Alejandro Ariceaga
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