A Héctor Raúl Valero |
Hablar, tal vez hablar en los devoramientos del alba, en las cenizas frías, en las constancias que no habrá de leer nadie; |
hablar en el mismo espacio de una voz que no llegó hasta estas palabras, que se perdió en el ruido de una frase como ésta; |
hablar donde respira aquello que ocultamos, |
crímenes que cometieron por nosotros los hombres de otra historia, la otra de nosotros mismos. |
No usurpa la madrugada aquel que roe su amor, |
aquel que conoce de cercas la risa de la hiena, la cama sin orillas del moribundo, |
la ratonera donde los aspirantes a reyes colocan su angustia como un pedazo de queso. |
He aquí mi parte en este festín de polvo, |
en esta llamarada donde me quemo los dedos al escribir dudando de lo que digo, temblando por no hundirme en el sopor de ciertas palabras que me llegan al cuello. |
He aquí mi parte, he aquí mi parte en este esfuerzo por destetarnos de la muerte, |
por bebernos el agua de otras circunstancias, de otra historia donde la ociosidad es bien intencionada. |
He aquí mi parte, ahora que la ciudad comienza a hacer hablar sus vertederos, |
en mi alma se ha echado un animal tranquilo y melancólico. |
Contadme un poco de mí: quiero aprender a hablar de ustedes. |
Cada palabra que llega a mis labios le abre la puerta a una frase cubierta de polvo, |
un mensajero que sin limpiarse de las botas el lodo del camino, entra y se sienta a mirarme; |
cada palabra que llega a mis labios me trae un oscuro mensaje |
de aquella, la Palabra desconocida y presentida, que yo sigo esperando. |
Y ahora lo que digo me lleva en sus aguas, me hace girar levemente en un pequeño remolino, |
el ritmo del azar solventa mis labios, los sonidos empequeñecen allí donde habrán de ponerse de pie, |
las apariciones atraviesan el patio en silencio. |
Pero, ¿qué clase de espuma vela sobre mi rostro? |
Pero, ¿qué clase de espuma vela delicadamente mis argumentos? |
¿Qué clase de arcilla pesa sobre mi lengua como una historia |
muerta en el umbral de su propio veredicto? |
El camino de los ríos es esta manera de mirarnos, |
de sujetarnos por un momento en los rostros, en el amor, en los nombres, |
con manos menos hondas que el océano. |
Y sin embargo, de alguna manera, todos los sabíamos; |
el mar abre sus ventanas para que los ahogados se asomen a vernos, |
y hay tantas caras que nos parecen conocidas agolpándose en los marcos, |
luchando por mirarnos, por respirar un poco hacia nosotros, |
que la invención de la noche ya no está en las manos de los dioses, |
sino en las manos unidas de los vivos y los muertos. |
Y ya nuestros fantasmas se sientan en los amplios salones del otoño a esperarnos, |
la noche iza sus velas, y en el puente de mando un extranjero |
pervierte y hace reír a nuestras madres, a nuestras esposas y a nuestras doncellas. |
La sangre huele a la sangre y el viento no pasa dos veces por el mismo árbol, |
la ciudad florece en sus luces como la herida de un niño, |
la ceniza del pantano es oro puro. |
Y el traspié de un borracho en la calle silenciosa y oscura, parte en dos la memoria del escriba; |
la mano vacila a la luz de esa sangre seca, la exclamación se disuelve en sus puntos suspensivos, |
oscurecen las cosas nombradas y allí mismo la frase rompe sus lazos con lo que solamente basta al lenguaje; |
ese traspié parte en dos la canción de la mujer que peina su alma antes de entrar al lecho solitario, |
y parte también el tiempo de la noche como el vaso que cae de la mano de algún niño asustado. |
Parte en dos la ciudad, parte en dos la frente donde el recuerdo y el acto se alternan brevemente, |
parte en dos la palabra, y así dividida se refleja en sí misma, |
parte en dos el esfuerzo de los amantes por tocarse, por alcanzarse, y en esta interrupción tal vez se encuentren. |
Parte en dos lo que estaba partido, lo que no podía tocarse porque habíamos olvidado su nombre, su devoción a sí mismo; |
parte en dos la ciudad, parte en dos el traspié de otro borracho en otra calle silenciosa y oscura, |
y un tranvía, con todas las luces encendidas, se detiene vacío junto a nosotros en la esquina, |
y con señas que bien comprendemos, el conductor nos exige que le entreguemos nuestros muertos, ya que sólo él habrá de conducirlos. |
Pero hay algo sin embargo en el lodo y en la mirada de aquel que tortura su lengua describiendo la muerte, |
hay algo sin embargo en el lodo y en la palabra de aquel que ha escuchado el portazo del vacío, |
hay algo dulce y obstinado en las oscuras manchas de sal que el amanecer deja en los rostros de los recién llegados a los puertos, |
hay algo en el alcanfor donde la ropa vieja se pudre invisiblemente, |
sin ostentaciones orgánicas, sin combates sangrientos; |
hay algo que sobrepasa al recuerdo, hay algo que llega frente a nosotros. |
No importa si las lágrimas enseñan sus dientes menudos, esa débil mordida en las mejillas es como una palmada en el alma; |
así bajamos el rostro, nos gustaría detenernos, bajamos la voz por un pozo vacío, |
y hay un parpadeo de ciudades, un movimiento de vísceras en la energía de aquellos que despiertan sin descifrar sus sueños. |
La noche va arrojando sus coronas al mar, |
y la ciudad, apoyada en sus muros, sentada en el polvo, |
le dictará al escriba y el traspié de un borracho en una calle silenciosa y oscura |
partirá en dos su frase. |
Ahora escuchen el paso de las ratas por las leyes, |
escuchen el paso de las ratas por los estantes de libros, por las firmas de los gobernantes, |
y escuchen también el viaje de los dormidos por sus aguas perdidas. |
Mañana diré la palabra que amanece al día siguiente |
flotando en los estanques. |
Mañana diré la palabra que lucha |
en el festín de los animales de invierno. |
Siempre estás a mi lado y yo te lo agradezco. Cuando la cólera me muerde, o cuando estoy triste -untado con el bálsamo para la tristeza como para morirme- apareces distante, intocable, junto a mí. Me miras como a un niño y se me olvida todo y ya sólo te quiero alegre, dolorosamente. He pensado en la duración de Dios, en la manteca y el azufre de la locura, en todo lo que he podido mirar en mis breves días. Tú eres como la leche del mundo. Te conozco, estás siempre a mi lado más que yo mismo. ¿Qué puedo darte sino el cielo? Recuerdo que los poetas han llamado a la luna con mil nombres -medalla, ojos de Dios, globo de plata, moneda de miel, mujer, gota de aire- pero la luna está en el cielo y sólo es luna, inagotable, milagrosa como tú. Yo quiero llorar a veces furiosamente porque no sé qué, por algo, porque no es posible poseerte, poseer nada, dejar de estar solo. Con la alegría que da hacer un poema, o con la ternura que en las manos de los abuelos tiembla, te aproximas a mí y me const
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